Amar al prójimo…


Escrito por Heini Villela Schneebeli

Desde segundo de primaria hasta quinto bachillerato estudié en un colegio católico. Quizás una de las enseñanzas que más repetían era la frase aquella de amar al prójimo como a uno mismo. Y bueno, cuando se es niño, esa frase suena bastante lógica, más cuando aún se mantiene la inocencia y la ignorancia. ¿Cómo no amar al prójimo mientras no afecte ese mundo ideal en el que vivíamos?

Recuerdo que en la colonia donde vivía éramos seis amigos. Dos de ellos eran mis vecinos inmediatos, uno de ellos gringo, cuyos padres trabajaban en la embajada de los EE. UU. y que cada domingo sin falta asistían al servicio religioso de la Union Church. El otro, hijo de una típica familia de clase media de aquella época, donde el padre era un profesional y la madre una ama de casa abnegada, y a quien nunca le faltó tener los mejores juguetes de moda. A dos cuadras vivía el tercer amigo. Hasta ahora caigo en cuenta de que nunca entendí cómo se conformaba su familia. Nunca conocí a su mamá (no sé si había muerto, o nunca salía), tampoco entré alguna vez a su casa, sólo recuerdo que tenía un perro Gran Danés negro a quien yo consideraba, en aquel entonces, tan grande como un caballo. Entendía que su papá era mecánico o trabajaba en cosas de carros. Los otros dos amigos vivían a apenas cuadra y media de mi casa, pero fuera de la colonia, en una pequeña casa de lámina. Los había conocido porque eran precisamente los hijos de la señora que nos vendía las tortillas.

Cuando iniciaban las vacaciones nos juntábamos desde temprano a jugar cincos, hacer guerras con bombas de agua o montar triciclo en un primer instante y luego bicicleta. Era raro, pero no jugábamos fútbol. A veces, en los terrenos baldíos que poblaban la colonia, nos juntábamos llevando carritos Hot Wheels que compartíamos entre todos y hacíamos mega carreteras, cada quien agregando algo nuevo al diseño. Vaya si no construimos grandes ciudades, que entre los seis administrábamos eficientemente. Ahora que lo pienso, desde entonces manifestábamos esa necesidad de construir un mundo ideal, que sólo se terminaba cuando llegaba el mediodía y los dos hijos de la señora que hacía las tortillas debían ir a repartirlas. Muchas veces íbamos los seis a hacerlo.

Por las tardes, si no salíamos a caminar por el barranco que quedaba a un lado de la colonia, nos la pasábamos jugando en la casa de cualquiera de nosotros, menos en la del amigo del Gran Danés. Así vivíamos nuestro pequeño mundo que construimos entre los seis y, al menos yo, era feliz.

Con esa realidad, ¿cómo no iba a ser fácil poner en práctica lo de amar al prójimo, como a uno mismo?

Pero en aquellos mismos días el país estaba enfrascado en una guerra civil, aunque el gobierno nunca tuvo el valor de llamarle así, sino que prefería denominarlo irónicamente conflicto armado interno. Una gran mayoría de familias se separaron porque alguno de sus miembros participaron en uno u otro bando. Otras familias perdieron a miembros y tuvieron que migrar de sus lugares de vivienda habituales al ser perseguidos. La realidad de Guatemala era tenebrosa, una realidad que perduró por muchos años y que aún hoy, en otro contexto, queda la duda de si ha sufrido algún cambio de fondo.

Amar al prójimo… fue una frase que escuché repetidas veces y aún hoy resuena a cada tanto. Pero conforme fui entendiendo la realidad que se vivía en el país (presencié tres secuestros y un asesinato, vi los cuerpos mutilados de cinco estudiantes universitarios y un enfrentamiento armado entre fuerzas del gobierno y guerrilleros), nunca vi que hubiera molestia de poner en práctica la frase. Aún hoy, cuando hay juicios como el caso por genocidio o Sepur Zarco, aquellos que vivieron la guerra en sus burbujas como la que yo tenía en mi infancia son incapaces de verse reflejados en esas personas que fueron víctimas.

Aún tan cerca, a sólo cuadra y media, mi burbuja, mi vida, era totalmente diferente a la vida de los hijos de la señora de las tortillas. Yo recuerdo una niñez placentera, momentos que se han repetido a lo largo de mi vida, aún teniendo problemas de vez en cuando, pero nadie me robó la infancia. Convivimos durante tres años, pero al final el grupo se separó. Primero, el amigo gringo regresó a los EE. UU. con su familia. Meses después, los hijos de la señora de las tortillas tuvieron que empezar a trabajar a tiempo completo y era difícil que nos encontráramos cualquier día. Con el tiempo, el contacto se hizo aún más difícil, cuando la junta de vecinos de la colonia decidió que había que poner un muro perimetral por seguridad. A veces nos brincábamos la pared y nos poníamos a jugar. Yo no entendía por qué tenían que trabajar, pero lo miraba como si fuera un juego (seguramente ellos no). Así, perdimos la diversidad del grupo. El amigo del gran danés también se fue con el papá en calidad de aprendiz de día y estudiante por las noches. Quedamos mi vecino y yo, así que hicimos nuevos amigos, pero ya nunca fue igual. Ellos, los dos niños que pasaron de ser mis amigos a ser los niños al otro lado del muro, terminaron su infancia cuando yo apenas empezaba la mía.

Por eso creo que tengo la necesidad de contar esta historia, porque aunque pretenda no ser religioso, quizás recordando las oportunidades que tuve y que ellos no tuvieron sea una forma de manifestar ese amor por el prójimo al tener hoy la capacidad de ver mi vida reflejada en la vida de ellos, e imaginar cómo mi vida habría cambiado si hubiese nacido a 150 metros de donde vivía.

Así, sin conocer a las víctimas del Triángulo Ixil o de Sepur Zarco, mi forma de cumplir con esa frase que tanto escuché repetir, es entender que mi familia pudo ser una de las familias desplazadas o masacradas: ¿Qué sería de mí si hubiera vivido en otras circunstancias?

El sólo pensar que esas mujeres esclavizadas y violadas hubieran podido ser mi madre o mis hermanas, víctimas de un grupo de hombres que tenían poder, porque supuestamente estaban ahí para protegerlas… ¡Vaya contradicción!

Por eso, cuando veo a buenos amigos comentar despectivamente sobre las víctimas, diciendo que sólo buscan dinero con los juicios, lamento que no recuerden ese amar al prójimo, como a uno mismo, porque quizás la idea requiere menos esfuerzo del necesario y pueda bastar con ser capaz de ponerse en el lugar de esas personas y entender la realidad que vivieron. Al ser capaces de hacerlo, con seguridad, esos casos se podrán ver y entender en su realidad y contexto, garantizando que no vuelvan a ocurrir.

No supe más de mis amigos. Quizás si buscara en facebook podría encontrar a un par de ellos, pero mientras tanto sólo me queda agradecer a la vida que mi primer grupo de amigos fueron muy buenos y diversos.

Y a ellos, a Lalo, Steve, Rolando, Rodolfo y Calín, mi recuerdo y el deseo de que, sin importar dónde se encuentren, les esté yendo muy bien.