No a la influencia del Estado en nuestras vidas

Texto: Heini Villela Schneebeli

Después de seis meses de publicar en este blog, empiezo a sentirme frustrado. A juzgar por los comentarios de familiares, amigos y conocidos, pareciera como si pensaran que me estoy volviendo de izquierda o que soy muy idealista por tomar en cuenta a los pobres. Algunos han sido muy claros al sugerir que mejor deje de estar escribiendo babosadas.

Supongo yo que no se atreven a confrontar los temas que trato, o de plano carecen de los argumentos necesarios para hacerlo y entonces inventan cualquier excusa fácil; por ejemplo, atribuirme una etiqueta ideológica que consideran equivocada. Así que esta vez, en un intento desesperado por que mis palabras sean comprendidas sin sesgos, explicaré de forma diferente lo que deseo expresar.

Para empezar, aclaro: no soy socialista ni mucho menos comunista o marxista. Estas tres corrientes de pensamiento comparten el error de confiar demasiado en el ser humano y en su capacidad de superarse a sí mismo. Las tres creen que es posible actuar en solidaridad, considerando el bien común como la más alta de las prioridades y el más alto de los valores, aún a fuerza de sacrificar los intereses personales de cada individuo.

Yo no lo creo así porque la historia demuestra lo contrario: el ser humano actúa, en todo momento, atendiendo su interés particular y sólo pone como meta el interés común cuando éste le garantiza un beneficio particular. Por eso veo que tanto socialistas como comunistas son demasiado ilusos respecto de lo que el ser humano es capaz de ofrecer a su prójimo. En última instancia nos distinguimos por acumular poder, no por compartirlo.

Tampoco soy libertario. Los libertarios llevan en sí mismos la contradicción de no creer en la capacidad del Estado para hacerse cargo de la educación o de la salud (aduciendo, con razón, que las personas que ejercen el poder en representación del Estado tenderán siempre a buscar que predomine su beneficio particular antes que el bien común), pero sí confían en ese mismo Estado como garantes de la seguridad y la justicia.

No nos engañemos: apostarle al Estado es una bella utopía que desconoce la condición humana en su propensión de buscar el beneficio propio por encima de todo.

Ahora bien, ¿por qué, cuando intento explicar el funcionamiento de la economía o de la sociedad, expongo el fenómeno desde el punto de vista de los pobres? Porque el grado de efectividad de un sistema económico o de gobierno se mide en función de la capacidad que tenga para cubrir las necesidades de los más desfavorecidos, asegurando el pleno goce de sus derechos (a cambio, claro está, del ejercicio de sus responsabilidades).

Los derechos los tienen de sobra quienes gozan de más recursos económicos. Así es aquí y así es en todo el mundo. Negar esta situación es negar la realidad. Pero para evaluar si un sistema de gobierno garantiza la justicia es necesario cerciorarse de si los pobres tienen acceso a ella, y cuando resulta que no es así podemos concluir que el sistema no cumple con lo que ofrece y que, por lo tanto, miente. De ahí viene mi planteamiento de considerar la posición de los pobres para explicar qué tan bien o qué tan mal funciona el sistema.

A todo esto, aclaro también que no creo en el Estado. El Estado es una institución imaginada a la cual los ciudadanos le cedemos parte de nuestra libertad y derechos con el fin de que, con ese poder, pueda garantizarnos algún tipo de orden funcional en nuestra vida social. Eso en teoría, porque en términos prácticos el Estado no es más que una institución creada por seres humanos iguales a nosotros, con las mismas necesidades, temores, ambiciones, etcétera; con una única diferencia: ellos tienen más poder que nosotros porque ellos ejercen el poder del Estado en representación nuestra.

En lo que sí creo es en la necesidad de la igualdad del ser humano ante la ley; es decir, en la igualdad de condiciones para que cada quién, a su modo, a su gana y según su capacidad, se desarrolle como quiera.

Sin embargo, al existir el Estado, las personas que lo conforman a través del Gobierno tienen más oportunidades y mejores condiciones que el resto de la sociedad para prosperar debido a que tienen más poder. Y es por eso que desconfío del Estado, porque las personas que componen el Gobierno, al igual que el resto de nosotros, definen su conducta de acuerdo a sus fines económicos; por lo tanto, las decisiones que habrán de tomar en el ejercicio del poder serán para satisfacer dichos fines, no el bien común, aunque en el discurso aseguren lo contrario.

Me parece estúpido que en Guatemala tengamos un debate ideológico en el que se acusa a la izquierda de ir en contra del desarrollo y a la derecha de ir en contra de la justicia cuando, sin importar quién llegue a ejercer el poder del Estado, todos, sin excepción, buscarán su bienestar económico antes que cualquier cosa. Si hacen algo más o menos bien, lo ventilan como un premio para la sociedad. Pero no es esa la ruta que ha de llevarnos  al desarrollo: basta con ver la historia de Guatemala para entender que las limosnas de quien ejerce el poder no son suficientes.

Pienso que en Guatemala tenemos una ceguera en cuanto a la influencia del Estado en nuestras vidas. El discurso de una gran mayoría de guatemaltecos es que no queremos al Estado involucrándose en nuestros asuntos privados. Nadie más de acuerdo con eso que yo. Los impuestos son parte de esa intervención: siendo dinero que nosotros producimos, deberíamos tener el derecho de usarlo como deseamos, no para alimentar a un Estado compuesto por personas que utilizarán ese dinero para su propio beneficio (tengamos en cuenta los gobernantes y funcionarios de este y de todos los gobiernos anteriores y recordemos la forma en que se han enriquecido. Pienso que este punto está más que claro).

Lo que no entiendo es por qué tenemos una doble moral en el caso de los impuestos. Puede que no todos alcancen a ver que hay mucha gente haciendo grandes negocios con el dinero de nuestros impuestos, y que esa gente involucra no sólo a funcionarios del Gobierno sino a las grandes empresas. Por ejemplo, ¿sabía usted que para importar cerveza se paga un 40% de impuesto? ¿Y que para importar cemento se paga un 10%? ¿Y que para importar azúcar se paga un 20%?

¿Por qué no somos congruentes con nuestros principios y así, del mismo modo como exigimos que disminuyan los impuestos, incluimos también en nuestra demanda a todos los impuestos, no sólo el ISR o el IVA? ¿Sabía usted que para importar trigo o harina de trigo el Gobierno asigna una cuota y decide quién puede traerlo y quién no? ¿Sabía usted que cualquiera que desee hacerlo (al margen de los privilegios que le concede el Gobierno a unos pocos) debe pagar impuestos?

La conclusión es que el Gobierno interviene en nuestras decisiones y libertades mucho más de lo que pensábamos. Y aquí debemos verlo de forma fría y egoísta: cuando pensemos en el Gobierno y el Estado pensemos en nuestro propio interés, porque es nuestra libertad la que le hemos otorgado. Nada de apoyar el orgullo nacional ni de alcahuetear a empresas emblemáticas como la Cervecería Centroamericana o Cementos Progreso. Se trata de defender nuestra libertad contra la imposición del Estado de regir nuestra conducta económica diciéndonos cómo gastar el dinero que tanto esfuerzo nos ha costado.

El Estado se creó con la intención de garantizar la vida. Para ello se concibió como un ente que pueda proveer seguridad y justicia, así como el respeto a la propiedad (y aquí no vamos a hacer distinción de corrientes ideológicas porque, más allá de que en unos sistemas el Estado garantiza la propiedad privada y en otros la propiedad pública, en el fondo el concepto de propiedad es el mismo).

Pero cuando veo que el Estado no cumple con su compromiso de garantizar seguridad y justicia (y sólo a veces garantiza el derecho a la propiedad), lo menos que puedo hacer es oponerme a que intervenga en mi vida privada y me quite los recursos económicos que he generado.

Entonces: nada de impuestos. Nada de aranceles. Nada de cuotas. La oposición debe ser congruente. La consigna debe ser libertad para gastar como queramos el dinero que producimos. La primera propiedad privada que debemos defender es nuestro dinero, que lo hemos ganado nosotros, no el Estado. Por consiguiente, nuestro primer ejercicio de libertad es no ceder nuestro dinero.

… Aunque, siendo realistas, debemos entender que esta posición es otra utopía más: por mucho que nos opongamos, no es posible dejar de pagar impuestos ya que el sistema actual nos obliga a hacerlo. En cambio, la posición a sostener como seres humanos libres en ejercicio de la legítima propiedad de nuestro dinero es realizar la mayor y mejor fiscalización posible sobre el destino de ese dinero nuestro.

Si voy a verme en la obligación de pagar impuestos, no quiero ver a fundaciones privadas recaudando dinero para ayudar a niños enfermos. Lo que quiero es que mi dinero pagado en impuestos sirva para eso, no para comprar vehículos último modelo para funcionarios ni para construir carreteras sobrevaloradas que se destruyen con el paso del primer invierno ni para contratar a ineptos que sólo llegan a defender los intereses de sus jefes –sean empresarios (con o sin privilegios), miembros del crimen organizado u otros.

Piense bien, amigo lector o lectora, antes de llamarme socialista, resentido o escritor de babosadas. Intente confrontar mis ideas en vez de evadirlas con calificativos que no vienen al caso. Y para terminar, respóndase esta pregunta: ¿no es mejor luchar por una sociedad de seres humanos libres que defienden su derecho a decidir sobre el producto de su trabajo sin que el Estado ni nadie le diga cómo hacerlo?